MOSCU.-Era un tipo corriente. Nada destacable en él. Era Everyman, un ruso cualquiera; uno de los cientos de miles cuyas voces suelen ser sofocadas y cuya existencia el Kremlin ignora. Cuando pronunciaba un discurso, no lo llenaba de citas literarias o referencias a la historia. Le gustaba sentarse con la gente y hablar de lo que les preocupaba: la sanidad, las escuelas, las carreteras llenas de baches, el precio del pan.
No era un filósofo, sino un abogado en activo, convertido en bloguero obsesivo, convertido en el principal opositor a Vladimir Putin y su régimen de ladrones y sinvergüenzas. O mejor dicho, sinvergüenzas, ladrones y asesinos.
Se opuso a todo lo que representaban: corrupción, amiguismo, codicia, podredumbre moral. Por esa oposición sabía que sería interminablemente acosado, encarcelado y silenciado. Posiblemente asesinado.
Pero Alexei Navalny no tenía miedo a la muerte. A menudo hablaba como si ya hubiera muerto y lo hubiera superado.
Casi lo había hecho. En agosto de 2020, en un vuelo de campaña en Siberia, cayó en coma cuando su ropa fue untada con Novichok, un agente nervioso desarrollado por el ejército ruso.
El hospital regional no pudo atenderle, por lo que fue trasladado en avión a Berlín. Cuando, al cabo de cinco meses, se recuperó y voló a casa, fue inmediatamente detenido y encarcelado por cargos absurdos. Pero se vengó de “Vladimir, el envenenador de calzoncillos”.
Dos días después de su detención, su equipo difundió una película de dos horas sobre el palacio secreto de Putin en el Mar Negro, con sus helipuertos, su iglesia privada abovedada, sus lavabos de oro y su escenario para bailar en la barra. No necesitó pronunciar un discurso al respecto. La película lo decía todo.
El palacio había sido filmado por un dron lanzado desde una lancha neumática, como en una película de suspense. Los dramas de Hollywood parecían reflejar regularmente los suyos.
Aprendió mucho de películas y series de televisión: todo lo que sabía de política, por ejemplo, lo aprendió viendo “The Wire” y “El ala oeste”. Su propia carrera era un gran reality show, en el que luchar contra las autoridades era divertido. Y era ciencia ficción, su gran amor, con matones imprevisibles en un universo extraño y amenazador.
Su envenenamiento fue como ese fragmento de “Alien”, en el que el monstruo Putin revelaba su verdadero horror al salir del huevo. Después de su detención, y con la ayuda de sus abogados, se dedicó a postear en Instagram y a imaginarse que estaba en la cabina de una nave espacial que viajaba a un nuevo mundo. Puede que sus guardias androides se lo impidieran o que los asteroides hicieran explotar la nave por completo, pero había muchas posibilidades de que pudiera atravesarla a toda velocidad.